domingo, 24 de marzo de 2013

La cabra y el lobo cuento


Hace mucho tiempo, caían en Torralba grandes nevadas. Todo estaba cubierto de nieve y no se veía hierba por ninguna parte. Las cabras se quedaban de noche en los corrales del monte porque en los campos no había nada que comer.
Al amanecer, el pastor de las cabras subía al monte, abría los corrales y las cabras se desparramaban en busca de comida. Como todo estaba nevado excepto las peñas más altas, allá se iban a ramonear las pocas hierbas que brotaban en los huecos de los riscos.
En uno de esos inviernos, pasó un lobo por el monte. Caminaba despacio porque estaba hambriento y olfateaba la presa. Siguió caminando hasta que vio en lo alto de un risco a una cabra que triscaba por allí. El lobo se acercó tranquilo, simulando amistad. Antes, había observado con mucha atención el peñasco y la manera de llegar hasta la presa. Pero no pudo. Cuantas veces lo intentó, otras tantas rodó por la pendiente, magullándose el lomo y las patas.
El lobo se arregló la piel en una de las grandes piedras que por allí había y disimuló que iba de paso, tranquilo y de buen humor.
— ¡Cabra cabratis! Baja a beber de estas aguas claras y bonis dijo al pasar frente a la cabra.
— No, me matarás —contestó la cabra, que ya había visto venir al lobo desde la altura donde se encontraba.
— No, hermana mía —respondió el lobo. — Desde que se murió mi padre y mi madre, hice juramento juramentatis de no comer más carne de cabratis.
— No, mi amigo. ¡Qué va! No me fío de tus juramentos. No bajaré. Si bajo, yo sé que me comerás.
— No, ¡por Dios! —replicaba el lobo. Créeme. Desde que se me murió mi padre y mi madre, hice juramento juramentatis de no comer más carne de cabratis.
Así estuvieron un rato largo. El lobo, endulzando la voz cuanto podía, escondiendo sus afilados colmillos, tratando de ganarse la amistad y confianza de la cabra. Esta, agazapada tras un pequeño saliente de la roca, asomaba tan solo los cuernos retorcidos y amenazantes. De vez en cuando, balaba lastimeramente.
Por fin, el lobo logró convencer a la cabra de sus buenas intenciones, y ésta bajó despacio y temerosa desde el risco donde se encontraba. Tenía unos ojos grandes y tristes.
Ya en el valle, los dos se dirigieron al río más cercano. La pobre cabra no le quitaba la vista al lobo, en tanto que éste afilaba disimuladamente los colmillos.
— ¿Y cómo está su familia? —tartamudeó la cabra.
— ¡Oh! Muy bien, gracias a Dios. En casa hay abundante comida y no hay miedo a la nieve. Precisamente hoy salí a estirar las patas y a visitar a mis amigos. ¡Qué sol hace! Nos vendrá estupendamente bien refrescarnos un poco en tan hermoso río.
Pero la pobre cabra temblaba de miedo y se arrepintió de haber hecho caso al lobo.
Llegaron al río y se pusieron a beber agua. El lobo echó un gran juramento al tocar el agua, que bajaba helada. La pobre cabra miraba el lobo y, de repente, vio cómo se le ponían tiesos los bigotes y le miraba con unos ojos muy fieros. El lobo dio un salto y la agarró por el cuello. Entonces la cabra, viéndose perdida y con las lágrimas en los ojos dijo al lobo:
—¿No me decías que desde que se murió tu padre y tu madre hiciste juramente juramentatis de no comer más carne de cabratis?
Pero el lobo echó una gran carcajada, y clavándole los fuertes colmillos, le contestó:
— Cuando hay hambre, Sra. Cabra, no hay juramento ni juramentatis sino comer carne de cabratis.
Y sin hacerle más caso, se la zampó.
Y colorín colorao,
este cuento se ha (a) acabao.
      

 

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