La Cabra Amaltea es una escultura barroca de Gian Lorenzo Bernini. Bajo el patrocinio del cardenal Borghese, sobrino del papa Pablo V, sus primeras obras eran piezas para decorar los jardines del cardenal.
El mito de la cabra Amaltea es una leyenda heredada de la mitología griega y, posteriormente adaptada por los romanos, que dicen que Amaltea es la cabra que alimentó con su leche a Júpiter, el dios Zeus en la mitología griega como un niño y que jugando con ella, el pequeño dios había roto uno de sus cuernos. En agradecimiento al cuidado desinteresado que tuvo con él, Júpiter transformó este cuerno en cornucopia, que es el cuerno de la abundancia, como un símbolo asignado a la mayoría de personificaciones romanas, el cual es visible en los reversos de las monedas.
El signo zodiacal de Capricornio también se asocia con el mito griego de la cabra Amaltea. Zeus la subió al cielo para honrarla. Capricornio también se asocia a Saturno y al dios Aristeo.
Capra es un género de mamíferos artiodáctilos de la familia Bovidae que suelen conocerse comúnmente como cabras, aunque existen animales de otros géneros (por ejemplo Oreammos) que también se llaman así. Incluye varias especies originarias del centro-oeste de Asia, donde todavía viven la mayoría de las especies actuales, y desde donde colonizaron partes de Europa y África. Hace unos 9000 años, durante el Neolítico, aparecieron en Mesopotamia las primeras cabras domésticas, cuya distribución actual, tanto en forma doméstica como asilvestrada, es prácticamente cosmopolita. Las cabras son hoy en día uno de los principales animales domésticos en Oriente Medio, norte y este de África y la Europa Mediterránea.
Leyenda de la cabra negra
En un rato de ocio, antes de la hora fijada para la cena, el pequeño Eugenio, que en aquel entonces era conocido simplemente como "El Rubio", se encontraba descansando solo en su habitación del hotel tilcarahuense en el que se había alojado. Era una habitación con seis camas, que compartía con algunos compañeros de su división. El viaje hasta el momento resultaba increíble para los ojos urbanizados del pequeño Eugenio que en aquel año contaba dieciséis abriles, o mejor dicho, diciembres. Hay ciertos momentos que, luego de estar conviviendo día y noche con treinta o sesenta personas, uno desea estar solo y olvidarse de tener que decir qué se estaba haciendo o despreocuparse por encontrar algún indeseable.
Dejó la puerta de la habitación abierta, no tenía nada que ocultar. Y en la cama del medio, se fue a sentar. Eran tantas las emociones que invadían la mente del pequeño Eugenio que por un momento olvidó donde estaba. Entre las pintorescas casas de estilo colonial, los paisajes puneños, las leyendas que le contaron los locales y los mates con muña muña que deleitó con sus compañeros llegó a vivir una especie de trance en el que sus pensamientos volvían por fin a si mismo, digamos "a cargar combustible" en sentido figurado.
Abrió los ojos y solo veía el foco amarillo de luz del techo. Ya le parecía extraño que ninguno de sus compañeros haya subido ni siquiera para ir al baño, nadie había tocado la puerta. No tenía reloj y había perdido la noción del tiempo. Temió que todos ya estén cenando sin haberle avisado. Se reincorporó sobre la cama, dispuesto a levantarse a investigar que sucedía pero en ese momento escuchó el ruido del pasillo. Eran pasos, pero un sonido más seco y mucho más repetido. No eran pasos de un hombre, ni de un coordinador, se parecían más a los tacos de una mujer, pero en aquel entonces el pequeño Eugenio, en su fuero interno, no era lo suficientemente ingenuo como para dejarse engañar por pensamientos tan alentadores. Entonces escuchó el chillido de los goznes de la puerLa cabra negra, con dos grandes cuernos ondulados y sus ojos rojos como brasas lo miraban desde la puerta que comunica al pasillo. Permanecieron los dos quietos, el pequeño Eugenio en un principio no sintió miedo, sino una extraña confusión, como pensando "¿qué es esto?", mientras miraba a la cabra que cada tanto resoplaba vapor por su hocico. El pelaje de la cabra era totalmente negro.
Cuando Eugenio se para, la cabra no reacciona, pero lo sigue con la mirada, directamente mirándole a sus ojos. Y una vez más se quedan quietos los dos, pero ahora el miedo invadía al pequeño Eugenio que comprendía por fin que este no era un animal común, que lo miraba directamente a los ojos y que sus intenciones eran diabólicas. No sin antes recapacitar un poco, el pequeño Eugenio se largó a una carrera para saltar a la cabra que bloqueaba la puerta, pero en su intento tropieza y cae al suelo del pasillo sin lastimarse mucho, sin embargo, logra levantarse rápido y correr por el pasillo, hacia el lado del comedor y la puerta principal. No se veía un alma en todo el hotel.
La carrera es veloz, Eugenio aprovecha rampas y escalones del hotel para saltar y ganar distancia de la cabra, que además de cuadrúpeda, era muy veloz. Pero los cascos de la cabra negra resonaban como piedras sobre el suelo del hotel, y a veces deslizaban sobre la superficie. Luego de atravesar toda el pasillo de las habitaciones, llega a un vestíbulo en el que hay una rampa y unas escaleras para bajar a la planta baja y en la que también se encuentran tiradas mochilas, guitarras y ropas de sus compañeros. Eugenio aprovecha las escaleras para precipitarse saltando, y por un breve momento pierde de vista a la cabra.
Llega a la planta baja, a la recepción, y se choca contra la puerta cerrada del hotel. En la recepción tampoco estaban las tímidas recepcionistas coyas ni los coordinadores del viaje. Los cascos suenan por la rampa del hotel. El pequeño Eugenio se precipita contra la puerta que da al comedor y el salón de reunión, y luego de abrirla puerta doble, se golpea la frente al chocar con algo y cae al suelo.
Con sus manos en el piso apoyadas para levantarse, se queda estupefacto mirando el techo del comedor, del que colgaban los cuerpos de todos sus compañeros en los que reconoce a algunos coordinadores, sus mejores amigos, las compañeras que le gustaban, y a todos. La emoción es tal que no alcanza a comprender, ni a levantarse, ni llorar, ni siquiera gritar. Solo balbucear un poco, tratando de que alguien le responda una pregunta que no logra formular, porque ya los cascos de la cabra negra se acercan por la puerta que comunica al comedor.
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